Sensores aéreos y orbitales miden el pulso de la Tierra

Cambio climático. Los innovadores sensores aéreos y espaciales no curarán la Tierra, pero sí prometen diagnosticar mejor que nunca los males que la aquejan.

Por Peter Miller

NASA

La vista desde la ventanilla era deprimente. Mientras su aeronave de investigación sobrevolaba los bosques californianos de secuoyas gigantes, Greg Asner percibía claramente los efectos de la sequía que llevaba cuatro años asolando el estado. Pero cuando apartó la mirada de la ventanilla para fijarla en la pantalla del laboratorio que llevaba a bordo, el panorama era incluso más alarmante. En algunos puntos el bosque mostraba un vivo color rojo. «Aquello indicaba un nivel de estrés formidable», dijo.

Las imágenes digitales salían de un nuevo sistema de escaneado 3D que Asner, ecólogo del Instituto Carnegie para la Ciencia, acababa de instalar en su avión turbopropulsado. La pareja de láseres del escáner lanzaba pulsos hacia los árboles, discriminando ramas concretas desde 2.100 metros de altitud. La pareja de espectrómetros de imagen, uno de ellos obra del Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL) de la NASA, registraba cientos de longitudes de onda de luz solar reflejada, desde el visible hasta el infrarrojo, revelando detallados indicadores químicos que identificaban a qué especie pertenecía cada árbol e incluso cuánta agua había absorbido, un parámetro clave de su salud. «Era como hacer un análisis de sangre al bosque entero», explica Asner. De acuerdo con las opciones cromáticas que había elegido para configurar el vídeo, los árboles sedientos se veían de color rojo intenso.

Las imágenes eran alarmantes, pero representaban un modo tan útil como novedoso de observar el planeta. «Los mapas que genera este sistema nos aportan más datos sobre un ecosistema en un único vuelo de los que podríamos recopilar en toda una vida de trabajo sobre el terreno», escribiría Asner más adelante. Y su Observatorio Aéreo Carnegie no es sino la punta de lanza de una tendencia generalizada.

Medio siglo después de que el primer satélite meteorológico enviase imágenes de nubes sobre el Atlántico Norte, los sensores de vanguardia aportan a los científicos herramientas cada vez mejores para vigilar las constantes vitales de la Tierra. En 2014 y principios de 2015 la NASA lanzó cinco importantes misiones de observación terrestre (entre ellas dos instrumentos incorporados a la estación espacial), alcanzando con ellas un total de 19. Las agencias espaciales de Brasil, China, Europa… también se han subido al carro de estas nuevas tecnologías. «No cabe duda de que estamos viviendo la edad de oro de la teledetección», dice Michael Freilich, director de la División de Ciencias de la Tierra de la NASA.

Y los datos que aportan todos estos ojos puestos en el cielo, hay que decirlo, no pintan nada bueno. Dan testimonio de un mundo envuelto en rápidas transformaciones: glaciares en retroceso, bosques lluviosos que menguan, mares en ascenso… Pero en una época en la que los efectos de la actividad humana sobre la Tierra superan todo lo conocido hasta ahora, los sensores más punteros ofrecen la posibilidad sin precedentes de vigilarlos y entenderlos. No curan las dolencias del planeta, pero al menos las diagnostican mejor. Solo eso ya es un motivo de esperanza.

El agua es la sangre vital de la Tierra. Por primera vez, y gracias a los sensores remotos, la ciencia tiene un modo de seguirle la pista en cada fase de su ciclo natural: cuando cae en forma de lluvia o de nieve, cuando discurre hasta los ríos, cuando se la extrae de los acuíferos, cuando regresa a la atmósfera por evaporación. Los investigadores se basan en lo aprendido para predecir sequías, anunciar inundaciones, proteger aguas potables y mejorar cosechas.

La crisis hídrica de California ha convertido este estado en una especie de laboratorio de proyectos de teledetección. En los últimos tres años un equipo de la NASA dirigido por Tom Painter se dedica a sobrevolar el Parque Nacional Yosemite a bordo de una aeronave equipada con todo tipo de instrumentación científica para medir las acumulaciones de nieve que nutren el embalse de Hetch Hetchy, el principal suministro de agua de San Francisco.

Hasta ahora, el volumen de nieve acumulada en las cimas circundantes se estimaba tomando medidas con algunos instrumentos y observaciones in situ. Luego se introducían los datos en un modelo estadístico que predice la escorrentía primaveral basándose en la experiencia histórica. Pero en los últimos tiempos nieva tan poco en la Sierra Nevada que las series históricas no ofrecen precedentes. Por eso, Chris Graham, analista de Hetch Hetchy, aceptó la propuesta de la NASA de medir la nieve desde el aire.

El avión de Painter, un Twin Otter llamado Airborne Snow Observatory, está equipado con una panoplia de sensores parecidos a los de la aeronave de Greg Asner: un lidar que mide la profundidad de la nieve y un espectrómetro de imagen que analiza sus características. El lidar es una especie de radar, solo que utiliza luz láser para determinar la distancia que hay entre el avión y la nieve a partir del tiempo que tarda la luz en volver reflejada. Comparando el terreno cubierto de nieve con la misma topografía escaneada en verano (sin nieve), Painter y su equipo logran medir una y otra vez el volumen exacto de nieve acumulada en los 1.200 kilómetros cuadrados de la cuenca. Entre tanto, el espectrómetro de imagen revela el tamaño de los granos de nieve e indica cuánto polvo cubre la superficie, dos indicadores de la rapidez con la que el sol primaveral fundirá la nieve y la convertirá en agua de deshielo. «Son datos de los que jamás habíamos dispuesto», explica Graham.

Painter también tiene previsto llevar en breve su tecnología a otras regiones del mundo que ven amenazadas sus fuentes de agua de deshielo, como son las cuencas del Indo y del Ganges. «A finales de esta década, casi 2.000 millones de personas se verán afectadas por cambios en las acumulaciones de nieve –afirma–. Es uno de los relatos más significativos del cambio climático.»

La menor cantidad de agua que llega a los ríos y embalses de California ha inducido a las autoridades a restringir el volumen suministrado a los agricultores del estado. La reacción de estos ha sido extraer más agua de los pozos para regar los campos, y en consecuencia los niveles freáticos han descendido. Normalmente las autoridades estatales vigilan las reservas de agua subterránea sumergiendo sensores en los pozos. Pero un equipo de científicos dirigido por Jay Famiglietti, hidrólogo de la Universidad de California en Irvine y del JPL, trabaja con dos satélites gemelos llamados GRACE (acrónimo de Gravity Recovery and Climate Experiment) para «pesar» las aguas freáticas de California desde el espacio.

Los satélites detectan los cambios en el campo gravitatorio terrestre que se traducen en alteraciones de su altitud y de la distancia que hay entre ellos. «En la Tierra hay cierta cantidad de agua, que es pesada y que tira del primer satélite, alejándolo del otro», explica Famiglietti. Los satélites GRACE pueden medir alteraciones de su distancia intersatelital de hasta una micra. Un año más tarde de la medición inicial, cuando los agricultores hayan extraído más agua del subsuelo y la atracción del primer satélite se haya reducido ínfimamente, los GRACE detectarán esa alteración.

El agotamiento de los acuíferos del planeta, que suministran al menos un tercio del agua que consume la humanidad, es un peligro grave, afirma Famiglietti. Los datos de los GRACE indican que más de la mitad de los mayores acuíferos del mundo se vacían más deprisa de lo que se recargan, sobre todo en la península Arábiga, la India, Pakistán y el norte de África.

Desde que comenzó la sequía en California en 2011 se han estado perdiendo unos 15 kilómetros cúbicos al año. La cifra supera el consumo anual de los municipios del estado. Unos dos tercios del agua perdida proceden de acuíferos del Valle Central, donde la extracción de agua freática ha causado otro problema: algunas zonas se están hundiendo.

Tom Farr, geólogo del JPL, ha estado cartografiando esa subsidencia con datos de radar obtenidos por un satélite canadiense que orbita a unos 800 kilómetros de altura. La técnica que utiliza, desarrollada en principio para estudiar seísmos, detecta deformaciones del terreno minúsculas: de entre 2,50 y 5 centímetros. Los mapas de Farr revelan que en algunos puntos el Valle Central se hunde unos 30 centímetros al año.

Uno de esos puntos es una pequeña presa cercana a Los Banos que desvía agua a las explotaciones agrícolas de la zona. Los datos de los satélites mostraron que había dos hundimientos cuya superficie total era de 9.300 kilómetros cuadrados, un peligro para infraestructuras millonarias. A finales de 2014 el gobernador de California firmó la primera ley estatal que restringía la extracción de aguas subterráneas.

Conforme se van acumulando pruebas de las múltiples dolencias que sufre la Tierra –temperaturas al alza, acidificación de los océanos, deforestación y meteorología extrema–, la NASA da prioridad a las misiones que procuran paliar sus consecuencias. El pasado mes de enero lanzó uno de sus últimos satélites, un observatorio de 916 millones de dólares llamado SMAP (acrónimo de Soil Moisture Active Passive), diseñado para medir la humedad del suelo mediante dos métodos: haciendo rebotar señales de radar en la superficie (método activo) y registrando la radiación emitida por el propio suelo (método pasivo). En julio el radar activo dejó de transmitir, pero el radiómetro pasivo sigue funcionando. Los mapas que genera facilitarán a los científicos la tarea de predecir sequías, inundaciones, rendimientos agrícolas y hambrunas.

«De haber tenido el SMAP en 2012, habríamos podido predecir la gran sequía del Medio Oeste que cogió a tanta gente por sorpresa –dice Narendra N. Das, del JPL–. Los datos habrían indicado que la humedad del suelo se había agotado y que sin lluvias las cosechas estaban condenadas.» Los agricultores no habrían invertido tanto en una cosecha que no tenía posibilidades.

El cambio climático también está aumentando la incidencia de las precipitaciones extremas, un riesgo que el SMAP también ayuda a paliar. Indica a las autoridades que el suelo ha alcanzado el punto de saturación en el que son inminentes los corrimientos de tierra y las crecidas. Con todo, la escasez de agua es una amenaza más generalizada y permanente. Sin humedad en el suelo, un ecosistema sano se desmorona, como ha ocurrido en California, y llegan las olas de calor, las sequías y los incendios forestales. «La humedad del suelo es como el sudor humano –compara N. N. Das–. Cuando se evapora, ejerce un efecto refrescante. Pero cuando se agota, la superficie de la Tierra se recalienta, como cuando una persona sufre un golpe de calor.»

Pese a todo cuanto amenaza la salud de la Tierra, hasta ahora el planeta ha hecho gala de una resiliencia notable. De los aproximadamente 37.000 millones de toneladas de dióxido de carbono que los humanos arrojamos cada año a la atmósfera con nuestras actividades, los océanos, los bosques y las praderas siguen absorbiendo alrededor de la mitad. Todavía se ignora, no obstante, cuándo se saturarán esos sumideros. Hasta hace poco los investigadores carecían de un buen método de medición del flujo de carbono que entra y sale de ellos.

Pero eso cambió en julio de 2014, cuando la NASA lanzó el Observatorio Orbital de Carbono-2. Diseñado para «observar la respiración de la Tierra», en palabras de sus directores, el OCO-2 mide con una precisión de una molécula por millón la cantidad de CO2 que se emite o se absorbe en cualquier región del planeta. Los primeros mapas generados con datos del OCO-2 revelan penachos de CO2 procedentes del norte de Australia, el sur de África y el este de Brasil, donde se queman bosques para cultivar el terreno. Los próximos mapas procurarán identificar qué regiones hacen lo contrario, es decir, absorben CO2 de la atmósfera.

Asner y su equipo también han abordado el misterio de dónde acaba todo ese carbono. Antes de sobrevolar los bosques de California, pasaron varios años escaneando 720.000 kilómetros cuadrados de bosques tropicales en Perú para calcular su contenido de carbono.

En aquel momento, Perú estaba negociando con actores internacionales la protección de sus bosques lluviosos. Asner pudo demostrar que las áreas boscosas más amenazadas por la tala, la agricultura o la extracción de petróleo y gas eran precisamente las que retenían más carbono, unos 6.000 millones de toneladas. Preservarlas impediría que ese carbono volviese a la atmósfera, razonó Asner, y protegería innumerables especies. A finales de 2014 el Gobierno de Noruega se comprometió a aportar hasta 266 millones de euros para impedir la deforestación de Perú.

En los próximos años la NASA planea lanzar otras cinco misiones para estudiar el ciclo hi­drológico, los huracanes y el cambio climático, con una continuación del programa GRACE entre ellas. Otras misiones llevarán al espacio instrumentos de observación terrestre mucho más pequeños (algunos caben en la palma de la mano), los llamados CubeSats. Para científicos como Asner, es evidente que no hay tiempo que perder. «El mundo vive un momento de cambios acelerados –advierte–. Se producen transformaciones que la ciencia aún no comprende.»

En el transcurso de la próxima década es posible que se ponga en órbita un espectrómetro de imagen similar a los que utilizan Asner y Painter. Sería «tecnología de Star Trek» comparado con lo que ahora mismo orbita en torno a la Tierra, dice Painter. «Hemos girado alrededor de Júpiter, Saturno y Marte con espectrómetros de imagen, pero no tenemos un programa destinado específicamente a ello en nuestro propio planeta», declara. El panorama que ofrecería semejante misión sería asombroso: podríamos ver e identificar desde el espacio cada árbol concreto. Y eso nos permitiría ver el bosque en su conjunto: los humanos y nuestra tecnología so­mos la única esperanza de curar la enfermedad que nosotros mismos hemos causado.


(nationalgeographic.com.es)

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